domingo, 26 de octubre de 2008

Tercera entrega

KaskaKromlech emitió un gruñido semihumano que sonó más a sorpresa que a dolor, mientras trastabillaba ligeramente hacia atrás dejando un espacio entre su pesado cuerpo y la pared. Intenté colarme por aquel intersticio, pero me alcanzó con su zarpa izquierda y de un parco gesto, casi despectivo, me lanzó volando al otro extremo de la galería; del golpe, perdí la piedra y por poco no pierdo también el sentido.

Pensé que había llegado mi fin… me acurruqué gimiendo y rezando porque fuera rápido, pero el golpe de gracia no llegaba.

Cuando conseguí reunir el valor suficiente para levantar la vista, pude atisbar cómo aquella enorme montaña de músculos posaba en el suelo, casi con delicadeza, mi preciado zurrón, salía anadeando de la gruta y volvía a situar el parapeto en su lugar.

No me lo podía creer; exultante, agarré el macuto y encontré en su interior las sencillas viandas de las que me había proveído al salir de Zeia. Me creerán si les digo que lloré como un niño mientras acababa a dentelladas con aquel manjar que el destino me brindaba. Desinficioné como pude mis heridas liquidando las últimas gotas de vino y, ya más calmado, pude meditar sobre lo acontecido.

Parecía evidente que aquel ser, fuera lo que fuese, tenía inteligencia y quería mantenerme con vida. Pero, ¿con qué obscuras intenciones?.

La huida se me antojaba imposible, al menos por el momento. Mi ridículo intento de noquear de un cantazo a KaskaKromlech podría haber sido el último, de manera que íntimamente me propuse que el próximo movimiento sería mucho más calculado.

Creo que llegué a dormir unas horas, porque cuando oí cómo se movía la peña e introducía mi captor su repelente cabeza (mucho más cuidadosamente esta vez) entraba algo de luz matutina por la chimenea, y pude ver que traía consigo unas lianas y unas hojas.

Se acercó con precaución y comenzó a atarme con una soltura inesperada en sus rudas manos. Me metió una hoja de bardana amazacotada en la boca y me amordazó con más lianas.

Enseguida entendí el motivo; se percibían, cada vez más cercanos, unos gritos:

- ¡Martxel!, ¡Martxeeeel!.

Mis convecinos habían organizado una batida para buscarme. Probablemente mi querida madre advirtió mi desaparición y unos cuantos habían salido en mi busca.

Una zarabanda de sentimientos galoparon en mis entrañas; la gratitud y la esperanza que sentí al oír a mis amigos se entreveraba con la absoluta impotencia de no poder señalar mi penosa condición.

Incluso me pareció reconocer la voz de mi amada Txeru, cerca de aquella angustiosa catacumba. Pero la opresiva presencia de KaskaKromlech me impedía siquiera menearme.

Paulatinamente las voces se fueron alejando…