sábado, 27 de diciembre de 2008

Novena entrega

Encontré el cuerpo de Kaskakromlech muy cerca de la cima de Mortxe; le quedaba poco de su majestuosidad innata. Rodeado de depredadores, sus restos se reintegraban al ecosistema metabolizado en el interior de cientos de organismos distintos.

Le rondaba un grupo de cuatro lobos deseosos de saborear las vísceras desparramadas que intentaban infructuosamente mantener a raya a los buitres más hambrientos, mientras el resto de rapaces proyectaban su sombra deslizante sobre la improvisada capilla ardiente.

Me acerqué al lugar, cerciorándome de que los animales ignoraban mi presencia. Un buitre había conseguido, de un certero picotazo, hacer estallar un globo ocular y reiteraba su cata deleitándose con los humores acuosos, muy cerca de los lobos que perseveraban en su tarea desgarrando el vientre de la bestia mientras intercalaban gruñidos de advertencia.

Yo también obtuve mi parte del festín; ayudándome de las tijeras, extraje el hígado de mi torturador y lo devoré a dentelladas allí mismo, entre lobos y buitres, con una mezcla de repugnancia y embeleso.

Pude saciar con holgura el apetito que anunciaba mi estómago, pero no me sirvió para desenredar el nudo de inquina que el hambre de venganza enlazaba con la sensación de poder que me otorgaba mi nueva condición.

De pronto, uno de los lobos arrancó de un mordisco el morral que aún portaba Kaskakromlech y lo desechó a un lado. Al indagar en su interior, encontré el recipiente de cerámica y la lasca de pedernal junto con la pieza metálica, que efectivamente resultó ser media herradura y completaba el mechero.

Estuve disfrutando del espectáculo, hasta que anocheció. La plateada luz de la luna reverberaba en la monstruosa osamenta desparramada por la zona, asemejando un macabro corro de brujas.

Una sensación de vértigo se adueñó de mis pasos mientras volvía pausadamente a la borda. Comprendí que era el único depositario del legado de la bestia y que precisamente eso era lo que perseguía Kaskakromlech con sus acciones. Su suicidio había sido el último y liberador sacrificio de aquel ser que vivía entre nosotros desde tiempos inmemoriales.

Esta nueva percepción me obligó a retornar a la dantesca hondonada de la cumbre y recoger con cuidado los últimos restos descarnados para enterrarlos dignamente; recordé la antiquísima tumba que se encuentra en la ladera de Azanza desde la que se aprecia toda la extensión del valle de Ollo, la cual vinculan nuestros ancianos a un remoto rey ya olvidado y supuse que podría descansar a su vera, sin sospechar que, paradójicamente, su inquilino fue realmente un gran hombre que se distinguió especialmente por su crueldad en la lucha contra los neandertales.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Octava entrega

Los rayos de sol que lograban esquivar las últimas hojas de los robles, perezosas en morir, incidían directamente sobre sus párpados cerrados. Martxel despertó con un fuerte dolor de cabeza y se incorporó entumecido. Se encontraba en el declive de un pequeño ribazo medio cubierto por la hojarasca, tal y como su madre le trajo al mundo.

Rememoró dolorosamente la ceremonia nocturna sujetándose la cabeza con las manos; como fogonazos, le asaltaban vívidamente imágenes, sensaciones y sentimientos que iban incrementando su rabia hacia aquel engendro infrahumano que le había asaltado, secuestrado y sodomizado sin piedad.

Pero estaba vivo… y libre. Físicamente, se sentía bien; constató sorprendido que su cuerpo estaba casi totalmente cubierto de pelo, por lo que no sentía frío y que la mayoría de los cortes y heridas sufridos en su particular odisea habían sanado.

Tenía mucha sed; apartó la amargura a un rincón de su mente y preguntándose inquieto dónde estaría ahora Kaskakromlech, se orientó encaminando sus pasos hacia la vieja borda de su padre. No la habían utilizado desde que muriera, ya que en esos momentos difíciles se vieron obligados a vender el poco ganado que poseían, pero seguía siendo suya.

Notaba sus sentidos agudizados hasta un extremo que nunca hubiera creído posible; los ruidos del bosque, incluso los más nimios, llegaban a sus oídos amplificados de tal manera que incluso le permitían identificar su procedencia. Medio alucinado, detectaba aquí un nido al rebullirse el polluelo, allá un roedor madrugador buscando su desayuno, el desperezar de un arbusto que reaccionaba a los primeros rayos de luz…

Nunca se había sentido tan lleno de energía, tan conectado con su entorno. Percibió, aún antes de verlo, un pequeño reguero de agua, donde pudo saciar su sed y asearse someramente.

Cuando el agua recuperó su reposo, le devolvió una imagen distorsionada de sí mismo; el reflejo era una aberración del Martxel que recordaba. Sus cejas eran algo más prominentes, quizás por estar pobladas de unas cerdas gruesas y largas; anfitrionas también en sus orejas, más parecía que se hubiera puesto protectores para el frío. Preocupado, confirmó su examen anterior, ya que una maraña inexplicable de pelo poblaba casi todo su cuerpo. Se palpó los músculos de los brazos y de las piernas encontrándolos mucho más potentes y torneados.

- ¡Qué me has hecho, condenado!, -tronó. - ¡Qué maldición me has transmitido en tu perversidad!

Empezó a correr; daba saltos inconmensurables que le permitían salvar obstáculos que en otras circunstancias hubieran sido ineludibles. En poco tiempo, alcanzó las proximidades de la borda. La respiración, entrecortada, le agitaba el pecho, hasta que se obligó a calmarse.

Cuando comprobó que no había nadie en las cercanías accedió al interior de la borda, donde encontró un viejo pantalón de trabajo con el que pudo ocultar sus vergüenzas. También localizó, trabadas en la piedra, unas viejas tijeras de esquilar con las que se pudo adecentar ligeramente.

Se sentó en el exterior de la cabaña para decidir cuál sería su próximo movimiento. Quería ver a su madre y a Txeru para demostrarles que seguía vivo y también, se dijo, porque necesitaba su consuelo y aceptación. Resolvió que no volvería a vivir en compañía de otros hombres; lo que le había contagiado Kaskakromlech le impelía a tener un contacto constante con el bosque y sus habitantes y sospechaba que su aspecto repelería a sus semejantes tanto como a él mismo.

Pero antes, debía resolver una cuenta pendiente… tenía que acabar con el monstruo. Pensó en pedir ayuda al Gaztelu o a los aldeanos, pero dudaba que le creyeran y tampoco deseaba ponerles en semejante peligro; sus nuevas aptitudes le capacitaban para intentarlo y además, deseaba hacerlo con toda su alma.

Con las tijeras en su mano derecha, se dijo que comenzaría su búsqueda en la balsa de la Esperanza; así, se enfrentaría con el escenario principal de su desgracia y eso le aportaría más fiereza y energía.

Se fue acercando cuidadosamente, con sus nuevos sentidos totalmente alerta. En una ocasión, le pareció oír unas pisadas amortiguadas pero su olfato le indicó que se trataba de un lobo errante. Cuando lo vio, olisqueando en un claro, pensó que huiría apresurado, pero en vez de eso, sorprendentemente se le acercó sumiso, moviendo perceptiblemente el rabo.

Martxel le puso la mano en la cabeza para acariciarlo; de pronto, recibió como un fogonazo que le obligó a retirarla de inmediato. Como el animal no se había movido, volvió a tocar su cuello y percibió claramente su fuerza, su fiereza, la nobleza y fidelidad que sentía hacia el jefe de la manada e incluso el anhelo que reprimía ante el celo de las hembras de su grupo. Sintió la alegría de la persecución en compañía de la jauría entre la vegetación húmeda por la rosada y la exaltación de la caza… el sabor de la sangre entre sus fauces fuertemente apretadas en la garganta de la víctima, aún latente.

Le miró con un nuevo respeto mientras se alejaba; siempre había perseguido a estas alimañas sin sospechar la nobleza que atesoraban. Se sentó, no pudiendo librarse de la sensación de soledad que arrastraba el lobo; se había alejado del resto de la manada para convertirse en un marginal, ya que sus fuerzas ya no eran las de antaño y el instinto le empujaba a desaparecer.

La furia que llenaba su corazón casi se había desvanecido, desleída por lo entrevisto en el lobo. Pero siguió andando hasta divisar la balsa. Lo primero que detectó fue que las ranas ya no estaban. Quedaba un resto de la fogata y las lianas que le habían impedido resistirse, al lado del boj, pero nada más hacia suponer lo sucedido.

- Te encontraré, bastardo -exclamó Martxel.

Recordando al lobo, se reclinó y poniéndose a cuatro patas, empezó a husmear el pasto. Enseguida, localizó el rastro de Kaskakromlech; se entrelazaban efluvios como de moho y tierra, de cuero y musgo…

sábado, 6 de diciembre de 2008

Séptima Entrega

Moug sentía como si un enorme peso se hubiera diluido en su interior; volvía a ser libre y estaba contento. Pensó que había elegido bien al nuevo Protector; éste le había demostrado que era un valiente y el bosque le enseñaría rápido. Además, al ser un hombre, estaría más cerca de sus semejantes de lo que él había estado nunca.

Entró en la balsa y bebió agua en abundancia para despejar los ensueños que aún le bailaban en la cabeza. Se dejó flotar en la quietud de la noche pensando cómo y cuándo finalizar lo que había empezado y decidió que el próximo amanecer sería el último; en esta ocasión una planta sería su consorte. Apartó cuidadosamente dos o tres ranas que se le habían encaramado y al salir, antes de sacudirse la miríada de pequeños riachuelos que escurrían de su pelo, se detuvo un momento e hizo una reverencia a la garza, la cual desplegó sus alas y remontó el vuelo con elegancia en dirección al río.

No tenía prisa; faltaba un rato para que el sol volviera a dominar el firmamento y quería despedirse de un viejo amigo.

Se acercó caminando a un enorme roble sentándose a su amparo. Sintonizó con él como tantas otras veces y de nuevo sintió cómo aquel coloso le reconciliaba con el mundo dándole una sensación intemporal de calma, sosiego y entendimiento… recordó sonriendo cómo le había visto asomarse intrépidamente aquel atardecer de hace seis siglos, cuando se encontraba espiando a un grupo itinerante de romanos y meditaba sobre el inicio del fin de su dominio en aquella tierra. Entonces, le dio esperanza en un nuevo comienzo y ahora le acompañaba en su agonía. Despidiéndose mentalmente de su amigo se alejó con la frente serena.

Enseguida encontró las asto-lore que estaba buscando y se dirigió a la cumbre de Mortxe; sabía un buen sitio para morir…

Cuando localizó la pequeña hondonada, se volvió por última vez hacia su amada arboleda que, más abajo, parecía despedirle con susurros. Se acomodó en dirección Este; quería notar cómo los primeros rayos del astro solar calentaban su cuerpo antes de que se enfriara para siempre.

Encomendándose a sus ancestros, comió las digitalis hasta terminarlas. La primera claridad se asomaba en la lejanía, cuando Kaskakromlech sumergido en un mundo amarillo que ya no era el suyo, desplomó la cabeza quedando inmóvil.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Sexta Entrega (vivido por Martxel)

(Segunda parte de la sexta entrega)

Vi regresar a Kaskakromlech cuando ya menguaba la luminosidad de la fogata. Había tenido tiempo de deducir que se estaba preparando para algún tipo de ceremonia en la que probablemente yo era la ofrenda, pero los reiterados intentos de deshacerme de las ligaduras sólo habían conseguido despellejar dolorosamente mis antebrazos.

El monstruo me quitó la mordaza y me soltó del árbol para atarme al tronco de un pequeño boj, de tal manera que me obligaba a estar a cuatro patas frente a la lumbre. Al poco, conseguí adoptar una posición algo más cómoda sentándome sobre los pies y pude tener una visión clara del altar que había preparado. Sobre una losa de piedra había dispuesto las setas, la pieza de metal, un pequeño recipiente lleno de agua y un montoncito de tierra que antes no había notado.

Al otro lado de la hoguera, a la que había añadido más leña, Kaskakromlech parecía abatido; con la cabeza gacha parecía mirarse sus grandes manos peludas.

De pronto, se me ocurrió que aquel ser quizá tuviera la capacidad de entenderme o comunicarse de algún modo y me reproché no haberlo intentado antes, en la gruta.

- Señor -le dije. ¿Qué va a hacer conmigo?.

- ¡Silencio! -espetó con una voz extraña y profunda - vas a ser protagonista de una ceremonia que no ve la luz desde hace milenios. Deberías estar agradecido de tal honor; fuerzas insondables se van a hacer presentes hoy, en este lugar sagrado del valle de Garaño.

Empezó su cantinela, modulando unas frases que yo no entendía en absoluto; euskara desde luego, no era. Supuse que esa lengua hacía muchos siglos que estaba muerta y enterrada, como sombríamente me veía yo en breve.

Mezcló en el agua, la tierra y las setas; le añadió un pequeño carbunclo y con el metal revolvió el preparado hasta formar una masa homogénea. Finalmente, hizo sobrevolar el recipiente sobre el fuego en círculos, mientras modulaba en un tono superior su salmodia.

Me metió en la boca un dedazo impregnado de esa sustancia viscosa hasta cuatro veces comprobando en cada ocasión que efectivamente me la había tragado. El sabor no resultaba del todo desagradable, aunque las setas tenían un regusto un poco amargo.

Asombrado, empecé a notar que mi percepción estaba cambiando; la sensación era parecida a la que había sentido alguna vez en las francachelas que organizábamos de vez en cuando, con la excusa de mantener los antiguos ritos. Sólo que utilizábamos otros estupefacientes, como licores o belladona. Supuse que las causantes eran las setillas… y eran fuertes, doy fe.

El fulgor de las brasas se hizo mucho más acusado, una especie de halo envolvía el fuego y formaba parte de él. Una extraña euforia empezó a invadirme y, por primera vez en bastante tiempo, empecé a sentirme bien.

Me fijé divertido en Kaskakromlech; había iniciado una especie de bailoteo girando rápidamente sobre sí mismo, mientras elevaba sus largos brazos al cielo. Un relámpago atronador rompió en dos el cielo a sus espaldas. El escenario era inasumible; parecía como si otro yo estuviera viviendo esa situación de locura. A mi pesar, estaba disfrutando.

De pronto, todo cambió bruscamente. El engendro detuvo su danza y rebuscó en su bagaje; sacó una planta de buen porte que me pareció belladona, aunque en mi inocencia me dije que su uso no estaba justificado en aquella ocasión y que quizás fuera una alucinación; enseguida me di cuenta de que no era tal. El monstruo empezó a frotarse sus enormes genitales con la planta y doy fe de que su masculinidad iba en consonancia con su porte… para mi mayor desgracia.

Tiró de mis pies con violencia y en un tris me desnudó completamente de cintura para abajo. El maldito enseguida me puso a cuatro patas y metió brutalmente los restos de belladona por mi orificio anal. Yo percibía todo como en una nebulosa y de pronto me vino la idea de que, con la ensalada, se completaba el plato y que lo que quería en realidad Kaskakromlech era cenar un gorrín relleno de verduras; sin poder evitarlo, me entró una risa histérica.

Pero él seguía con su juerga demencial. Me agarró por las caderas y creo que hasta me levantó del suelo, cuando noté cómo se me desgarraban las entrañas hasta el entresijo. El bastardo comenzó a bombear sin tregua; la situación era delirante. Sin embargo, debo confesar que, al poco, el dolor extrañamente se fue convirtiendo en placer. Se me deshizo la mente en pedazos; ¡cómo era posible que la salvaje violación nocturna en pleno bosque, de un semi-gorila ciego de setas pudiera encender mi libido!. Y aquel voyeur zanquilargo completando la escena…

Les confesaré que me derramé casi a la par que él, mientras soportaba su enorme peso sobre mi cuerpo. Me ha costado muchos años asumir mi papel en aquella situación, pero ahora comprendo que era la única manera de consumar lo que yo llamo “la asunción”.

Cuando me soltó, aún tuve temple y fuerzas para escapar. Corrí sin sentido, medio desnudo, arañándome de forma inmisericorde e intentando huir, sobretodo, de mí mismo.

Sexta Entrega (vivido por Kaskakromlech)

(Primera parte de la sexta entrega)

Si me había surgido alguna duda sobre si era el momento adecuado para realizar la transferencia, se disipó conforme me acercaba a la balsa. Habían pasado demasiados años y era ya tiempo de descansar, por fin.

Desde aquellos felices días de mi juventud, cuando vivíamos en la explanada hoy llamada de San Cristóbal, mi vida había transcurrido por numerosas vicisitudes y peligros. Recordé la felicidad que supuso para mi clan que uno de sus miembros fuera el elegido; Moug iba a ser el Basajaun, el protector del Bosque.

En aquellos tiempos, frecuentemente me agasajaban con hembras y alimentos; fueron días felices. La armonía con la Naturaleza era completa… pero duró poco.

Todo cambió cuando aparecieron los hombres; tuve que presenciar la lenta extinción de mi clan. Fue una guerra sin esperanza; los hombres trajeron consigo armas mucho más efectivas que nuestras limitadas azagayas y que condujo indefectiblemente a la desaparición de mis hermanos. Pronto, el último de mi raza sería historia.

Sentí pena por el miedo que reflejaba la faz del que iba a ser el nuevo Protector; el infeliz no sabía lo que se le venía encima, nunca mejor dicho. Preparé el escenario a conciencia; hacía mucho tiempo que no efectuaba un viaje y quería que mi último cometido en este universo saliera perfecto.

Me senté, concentrándome en lo que iba a hacer. Poco a poco fui abstrayéndome de mis recuerdos y mis pensamientos, liberando mi mente para la ceremonia. Como me había enseñado la experiencia, el hipnótico fuego fue mi mejor aliado para fundirme con el todo.

De pronto, el candidato, espetó.

- Señor. ¿Qué va a hacer conmigo?.

- ¡Silencio! –le contesté - vas a ser protagonista de una ceremonia que no ve la luz desde hace milenios. Deberías estar agradecido de tal honor; fuerzas insondables se van a hacer presentes hoy, en este lugar sagrado del valle de Garaño.

Inmediatamente, comencé a invocar a los espíritus de las cercanías. Mi tótem, la garza, seguía atentamente todas mis acciones. Le agradecí su presencia, entonando la invocación que se le dedica.

Al poco, comencé a elaborar el preparado; mezclé agua de la balsa, fuente de toda vida, bendecida durante eones por el rocío, con la tierra, depositaria paciente de la historia de los seres. Le añadí la chispa, la energía; desencadenante necesario que emanó al sumergirse su susurro de aceptación y los bonguis, esas pequeñas factorías de sueños y visiones.

Finalmente, el humo, aire con cenizas, etéreo, vago, sutil, milagroso...

Comulgamos ambos.

Pronto, fui entrando en trance; mis sentidos se aguzaron cambiando mi percepción. Como me solía suceder en esos momentos, expresé mi alegría como hacíamos en las reuniones del clan; bailando y aclamando con mis gestos la felicidad de la unión.

Extraje la belladona; me froté las ingles sintiendo cómo la excitación se iba apoderando de mí rápidamente, mientras empezaba a manifestar una rabiosa erección. Miré al hombre; le desnudé furioso y contemplé su cuerpo posesivamente. La ausencia de pelo le confería un aspecto extraño, pero tentador.

Le introduje en el ano los restos amasados de belladona para minimizar su inevitable sufrimiento y lamí lujurioso los restos de setas de la vasija. Comprobé que su viaje ya había empezado porque reía; mejor así.

Sujetándole por las caderas le levanté en el aire y le penetré con fuerza. La acción de la belladona me dejaba el paso libre y le poseí una y otra vez. Cada empujón traía consigo la sensación de que me vaciaba, mientras me impelía a repetirlo el placer más y más intenso que sentía.

Finalmente, me derramé en su interior con un grito desgarrado. El orgasmo fue casi agónico; para entonces los sucesivos impulsos casi habían conseguido tirarle por tierra y no tuve más remedio que apoyarme en él, hasta que me abandonaron los últimos estertores de placer.

La transferencia había sido realizada. Le solté, dejándole libre; a partir de entonces era dueño de su destino, unido irremediablemente al de mi amado bosque.

martes, 18 de noviembre de 2008

Quinta entrega

El humo blanco envolvía a Kaskakromlech y su canturreo mientras disponía en orden algunos objetos delante de sí; desde mi posición, pude distinguir un montoncillo de las mismas setas que había recogido en la subida y el trozo de metal que había usado para prender el fuego.

Sin dejar de cantar, se levantó y recogió agua de la balsa utilizando un pequeño cuenco de cerámica y lo colocó junto a todo lo demás. La grulla se mostró indiferente a pesar de que se le acercó bastante.

En un momento dado, cambió de dirección el viento; parecía que se estaba formando una tormenta. Algunos relámpagos empezaban a iluminar la lejanía a la altura de Oskia, cuando Kaskakromlech se envaró y dejó súbitamente de cantar. Se quedó un momento como escuchando, y rápidamente, me volvió a amordazar y desapareció.

El viejo Moug, como él aún se reconocía, resistiéndose a olvidar el nombre que un día muy lejano ganara como adulto, avanzó rápidamente entre las matas; al cambiar el viento le había parecido oír voces humanas y en aquella noche tan especial no quería sufrir ningún percance. El paso del tiempo le había enseñado a obrar con prudencia.

Llegando a la altura de la Urdintxa, se encaramó de un salto a un árbol frondoso y se quedó esperando entre sus sombras, ahorcajado en una gruesa rama. Sólo una pequeña nubecilla de vapor delataba su respiración, otra vez pausada.

Al poco tiempo, les oyó; efectivamente, eran humanos. Se dijo que ningún otro ente era tan desdeñoso con el silencio y los peligros nocturnos. Iban a pasar justamente bajo su posición, así que esperó.

Se trataba de una comitiva fúnebre; le gustaba comprobar que aún hubiera seguidores de las antiguas costumbres, pero demudó su expresión cuando entrevió la mula que portaba el féretro. La conocía; era la mula de Iluna, su única amiga en aquel tiempo. Una profunda tristeza se apoderó de él; recordó cómo había sido su primer encuentro, cuando le sorprendió bañándose en la regata de Sasigar y cómo ella, lejos de asustarse, se le aproximó totalmente desnuda y esperó respetuosa su acercamiento.

Mucho habían compartido desde entonces. Ella sabía confortarle desde el fondo de sus ojos almendrados, consiguiendo paliar ese sentimiento de soledad que nunca le abandonaba, regalándole una caricia o una sonrisa. A Moug le maravillaba la avidez de conocimientos que demostraba Iluna cuando él hacía un preparado de hierbas o curaba una lesión a algún pequeño habitante del bosque.

- Pronto me reuniré contigo Iluna -pensó Moug.

Ya se disponía a bajar cuando detectó que un personajillo de la comitiva venía subiendo a toda prisa por la senda a la vez que se entremetía los faldones de su jubón.

- ¡Esperadme, hijos del demonio! –gritó con los ojos demudados por el miedo

Moug sonrió pensando en Martxel, el cual sí que le estaba esperando en el lugar de la ceremonia.

- Creo que esta noche te voy a sorprender, cachorro –masculló entre dientes mientras bajaba del roble y se perdía a grandes zancadas entre la espesura…

martes, 11 de noviembre de 2008

Cuarta entrega

Kaskakromlech esperaba a que las estrellas poblaran el firmamento. Era noche de luna llena; la claridad reinante iluminaba una escena sobrecogedora… el monstruo estaba acuclillado en el suelo con la cabeza baja, mientras a lo lejos se distinguía el bronco ulular de un cárabo.

De pronto, se levantó. Se desperezó en un despliegue de poderío que me mantuvo sin respiración, hasta que con un gruñido volvió a su posición natural; observé que ésta se parecía más a la de un gorila que había contemplado en una ocasión en Iruña, cuando en mi juventud coincidí con un circo ambulante, que a la natural en los humanos.

Kaskakromlech interrumpió el hilo de mis pensamientos cuando, enlazando un cordel a mis muñecas, me arrastró en pos de sí; íbamos a salir...

Atravesamos la abertura; enseguida noté que nos desviábamos por una galería lateral y al cabo de un rato, pude al fin volver a respirar el aire de la noche de Garaño.

Aparecimos en el pixontzi de Anotz donde las precauciones de Kaskakromlech se hicieron evidentes. Con un gruñido, dio un tirón de la cuerda obligándome a avanzar por la cañada hacia Izania. Al llegar a este punto, nos escondimos entre unas matas para beber del riachuelo y nos internamos en el bosque en dirección al castillo.

La torre del poderoso castillo de Garaño estaba iluminada. Se intuía la silueta del vigilante embozada en una manta mientras nos deslizábamos silenciosos por las afueras de la pequeña población dormida. Sólo los perros alteraban el silencio con unos gañidos lúgubres que supuse causados por la cercana presencia de mi compañero.

Unas gruesas nubes se asomaban a las peñas de la sierra de Sarbil, mientras alcanzábamos la nevera de Itxaskoa y empezábamos a rodear a buen paso la pequeña elevación.

Pronto, la intención de Kaskakromlech se hizo evidente cuando enfiló hacia la cumbre de Mortxe por la muga que lo atraviesa.

En un claro del bosque, el homínido se entretuvo recogiendo unas setas diminutas y las introdujo en un pequeño saquete de piel que llevaba amarrado a su cintura. No tardaría demasiado en comprender sus motivos.

Cuando el bosque se fue aclarando, cambiamos de dirección, siempre subiendo a media ladera, hasta que llegamos a una balsa. Enseguida reconocí el lugar; se trataba de la Balsa de la Esperanza donde recordé que el viejo Saturnino juraba y perjuraba que antiguamente se reunían los suhaitzak del valle para escenificar sus ancestrales ritos.

Kaskakromlech me amarró al tronco de un roble centenario y, ante mi sorpresa, empezó a elaborar un fuego reuniendo un montón de ramas a las que añadió un hongo yesquero y unas hojas muertas. Después extrajo de su saquete una pieza metálica que me pareció una herradura e hizo brotar unas chispas golpeándola con una pieza de pedernal; dirigiéndo éstas hacia la yesca, en poco tiempo consiguió que un hilillo de humo se elevara serpenteando.

Pronto, el fuego repicaba alegre. Se lo agradecí grandemente pues la galopada por el monte me había hecho sudar y la noche era fresca.

Me calenté enseguida y no pude dejar de apreciar la belleza de la noche; una enorme luna se recortaba entre las ramas de los árboles mientras los acostumbrados murmullos del bosque iban poco a poco reconquistando el silencio. Las nubes se extendían enseñoreando Mortxe por su vertiente Este y el aroma del brezo húmedo invadía mis sentidos.

Una rana atrevida ensayó su monótono croar y enseguida se le unieron sus compañeras formando un coro demencial, dado que en Noviembre es inexplicable semejante concierto. Una grulla entró en escena y aterrizó con elegancia entre los juncos. Parecía que todos los seres animados e inanimados estaban pendientes de lo que sucedía junto a la balsa.

De pronto, la bestia empezó a cantar… una salmodia profunda que reverberaba en el claro e infundía un temor reverente hizo callar instantáneamente a todas las bestezuelas de las cercanías.

domingo, 26 de octubre de 2008

Tercera entrega

KaskaKromlech emitió un gruñido semihumano que sonó más a sorpresa que a dolor, mientras trastabillaba ligeramente hacia atrás dejando un espacio entre su pesado cuerpo y la pared. Intenté colarme por aquel intersticio, pero me alcanzó con su zarpa izquierda y de un parco gesto, casi despectivo, me lanzó volando al otro extremo de la galería; del golpe, perdí la piedra y por poco no pierdo también el sentido.

Pensé que había llegado mi fin… me acurruqué gimiendo y rezando porque fuera rápido, pero el golpe de gracia no llegaba.

Cuando conseguí reunir el valor suficiente para levantar la vista, pude atisbar cómo aquella enorme montaña de músculos posaba en el suelo, casi con delicadeza, mi preciado zurrón, salía anadeando de la gruta y volvía a situar el parapeto en su lugar.

No me lo podía creer; exultante, agarré el macuto y encontré en su interior las sencillas viandas de las que me había proveído al salir de Zeia. Me creerán si les digo que lloré como un niño mientras acababa a dentelladas con aquel manjar que el destino me brindaba. Desinficioné como pude mis heridas liquidando las últimas gotas de vino y, ya más calmado, pude meditar sobre lo acontecido.

Parecía evidente que aquel ser, fuera lo que fuese, tenía inteligencia y quería mantenerme con vida. Pero, ¿con qué obscuras intenciones?.

La huida se me antojaba imposible, al menos por el momento. Mi ridículo intento de noquear de un cantazo a KaskaKromlech podría haber sido el último, de manera que íntimamente me propuse que el próximo movimiento sería mucho más calculado.

Creo que llegué a dormir unas horas, porque cuando oí cómo se movía la peña e introducía mi captor su repelente cabeza (mucho más cuidadosamente esta vez) entraba algo de luz matutina por la chimenea, y pude ver que traía consigo unas lianas y unas hojas.

Se acercó con precaución y comenzó a atarme con una soltura inesperada en sus rudas manos. Me metió una hoja de bardana amazacotada en la boca y me amordazó con más lianas.

Enseguida entendí el motivo; se percibían, cada vez más cercanos, unos gritos:

- ¡Martxel!, ¡Martxeeeel!.

Mis convecinos habían organizado una batida para buscarme. Probablemente mi querida madre advirtió mi desaparición y unos cuantos habían salido en mi busca.

Una zarabanda de sentimientos galoparon en mis entrañas; la gratitud y la esperanza que sentí al oír a mis amigos se entreveraba con la absoluta impotencia de no poder señalar mi penosa condición.

Incluso me pareció reconocer la voz de mi amada Txeru, cerca de aquella angustiosa catacumba. Pero la opresiva presencia de KaskaKromlech me impedía siquiera menearme.

Paulatinamente las voces se fueron alejando…

viernes, 26 de septiembre de 2008

Segunda entrega

Aquella bestia descendió por la sima cuidadosamente, arrastrándome con él. Aunque sólo podía valerse de una mano, pude comprobar que también utilizaba los dedos de los pies, prensiles y rematados por unas fuertes uñas, las cuales originaban un castañeteo escalofriante al percutir contra la roca.

A partir de ahí, mis recuerdos se difuminan en una amalgama de terror y desesperación; sólo me quedan reminiscencias del nauseabundo olor que desprendía aquel engendro mientras me arrastraba por aquellas galerías subterráneas sin inmutarse por mis gritos de absoluto terror.

Misericordiosamente, me desmayé…

Al recobrar la consciencia, en un sobresalto me vino a la mente todo lo sucedido, pero enseguida pude comprobar que estaba solo. Me encontraba en una oquedad pétrea donde una pequeña chimenea natural proveía de aire y algo de luz a aquel espacio, pero que no permitía la huida dada su estrechez.

Me desgañité inútilmente pidiendo socorro, hasta que la luz fue menguando de manera paulatina, anunciando el final de aquel aciago día.

No soy especialmente religioso, pero recé todo lo que supe encomendándome sobretodo a nuestro San Miguel Arcángel, defensor de los moribundos, para que protegiera mi alma, ya que pensaba que, en breve, ésta abandonaría mi maltrecho cuerpo.

¿Para qué me habría capturado el KaskaKromlech?. Lo primero que pensé y lo que más me aterraba es que fuera su próxima cena. Podía imaginarme vívidamente aquellos sucios caninos desgarrando mi carne viva, a ese monstruo del averno deleitándose con mi sangre. Pero por otra parte, me había dejado con vida,… ¡no podía suponer que la realidad sería aún mucho más cruel!.

El impasse se hacía insoportable; pensé en suicidarme, pero no encontraba la manera de hacerlo. Sólo me quedaba esperar…

Tanteando, intenté varias veces encontrar una salida o algún arma, por precaria que fuera. Finalmente, arañando una pared conseguí desprender una piedra que me ajustaba bastante bien en la mano.

Justo a tiempo… en aquella sobrecogedora oscuridad oí que se desplazaba una inmensa roca que yo había tomado por pared, mientras al otro lado se oían unos gañidos antinaturales. Empecé a temblar incontroladamente… mi mano sudorosa aferraba aquel objeto que se había convertido en mi única y precaria esperanza de sobrevivir a aquel encuentro, cuando una vaharada intolerable me alcanzó en pleno rostro.

Impulsándome con toda la fuerza que da la desesperación le aticé un castañazo en plena jeta…

martes, 23 de septiembre de 2008

Primera entrega

No es fácil que ningun@ de vosotr@s se crea lo que aquí voy a relatar, pero es preciso que os cuente lo que me sucede; en primer lugar, para mantener los restos de cordura que aún perviven entre mis delirios, pero también para avisaros y de esa manera evitar que vuelva a suceder nada semejante.

Un precioso día de Octubre del año 1.067 decidí subir a recoger setas, ya que las últimas lluvias y el agradable bochorno que soplaba desde Iruña me hacían presumir que la cosecha sería abundante.

Así que preparé mi zurrón con una rebanada de pan que encontré al lado del fuego y mi querida calabaza hueca convenientemente repleta de vino de Txurio y partí de Zeia, el pueblo más rumboso del valle de Garaño, en dirección a las cumbres de Mortxe.

Me las presumía muy felices, silbando y libando por el antiguo camino de San Cristóbal, cuando me pareció atisbar entre unas matas a Feli, un habitante del lugar de Beasoain, rival infatigable en la recogida de setas; más de una vez había regresado a mi caserío agotado y con las alforjas vacías por culpa de su inveterada habilidad en este terreno. ¡Aquella podía ser la ocasión soñada para resarcirme de todas sus victorias!.

Le espié miserablemente durante horas mientras tomaba nota mentalmente de sus continuas agachadillas y me regodeaba pensando en que quizás en la próxima ocasión podría tomarle la delantera, cuando inesperadamente se me vino encima una masa sobrehumana, un ¿animal? inexplicable que, a velocidad de vértigo me cargó sobre su inmenso hombro y me llevó galopando hacia las intrincadas profundidades del bosque.

Me quedé paralizado; no tuve presencia de ánimo ni siquiera para gritar a Feli que me socorriera, cuando vi en una especie de vértigo, que nos dirigíamos hacia la sima de Mortxe. Caí en la cuenta de pronto que aquel ente inconcebible no podía ser otro que el mítico KaskaKromlech, aquel del que hablan las leyendas más arcanas...

jueves, 18 de septiembre de 2008

Fiestas en Itsaso

El fin de semana pasado celebramos las fiestas de Itsaso, el pueblo natal de mi Begoñita.

Allí aún mantienen la duración (5 días) y la forma de disfrutarlas de tiempos remotos; o sea, comiendo después de comer, después de haber comido. Buf

Empieza el día hacia las diez; por supuesto, siempre que puedas soportar el cansancio acumulado. Después de un desayuno ligero se va a “la ronda”; esto es, una visita gastronómico-musical a las casas del lugar.

Estas casas son caseríos, normalmente de planta amplia, donde para distribuir las habitaciones nos encontramos, en vez de “pasillo”, con un verdadero “paso”. El de mi suegra (sin ir más lejos) puede tener unas dimensiones de 5 x 10 metros, de manera que cabe una mesa bastante “apañadica”, como podéis suponer. Y os aseguro que las saben utilizar…

La tradición dicta que la primera casa de la ronda ofrezca un almuerzo con todas las de la ley.

El Domingo de fiestas tocaba en Aramenea (también se le llama Amenea; en euskara se suelen simplificar algunos vocablos). Bueno, pues nos pusieron unas habillas de primer plato. Pero no os creáis que la peña se cortaba, no; se veían algunos platos con copete. Y hubo quien repitió… Es una receta que se repite bastante por estos lares. Son habas, pero de un tamaño más pequeño que las habituales (como alubias pochas, más o menos) y más finas. Ya en el plato, se les suele acompañar con una chorrada de aceite de oliva y con ajo crudo bien picadico… yo, para ser sincero, os diré que tenía mis dudas. Pero me atreví y la verdad es que me arregló bastante el estómago de los es-tragos acumulados hasta el momento.

Siguió la pitanza con unos platos de jamón con tomate y unas fuentes con pollo al horno. Todo bien regado con abundante vino, claro.

Imaginaros cómo íbamos ya… ¡vaya ambiente!. Empezó a tocar la txaranga y ¡hala! a la siguiente casa. Fuimos a Abetoa; tenían preparados unos platos de pastas y empezaron a sacar fritos, txistorra, más fritos… sólo era la segunda casa.

Faltaban otras dos. No os aburriré con los menús de éstas, sobretodo porque yo para entonces había huido a jugar la final del Campeonato del mus a la Sociedad. Por cierto, perdimos, pero aún y todo nos dieron un queso a cada uno; así da gusto...

Cuando se termina la ronda, se va a tomar el vermouth a la Sociedad. Claro, hay que tomar un aperitivo que cumpla con su nombre porque ¡después hay que ir a comer!.

Dios mío… no sé cómo pueden sobrevivir a las fiestas; es algo sobrehumano. Te diré que yo no soy lo que se dice un alfeñique, pero me pongo a reventar; de verdad. Ahora, me lo he pasado de puta madre…

Estos días estoy intentado bajar lo que he ganado (y no me refiero a llevar el queso a la Pepita, no). ¡Con lo fácil que es engordar, cuánto cuesta adelgazar!.