martes, 20 de octubre de 2009

Decimoséptima entrada

El jugo de amapola me relajó enormemente; no deseaba mover ni un músculo y la sensación de despreocupación que me embargaba me permitió pasar por alto unas inquietas náuseas con las que parecía querer salir el jarrete por sí solo de su brincador reducto.

El lobo seguía tranquilamente acostado a mi lado y de pronto, girando hacia mí su cabezota, me habló.

- ¿Qué me ordenas, baxajaun?

Como no había movido para nada el hocico, sintiéndome un poco gilipollas, se me ocurrió balbucear

- ¿Hm?... ¿Has dicho algo?.

- ¿Para qué me has convocado? –volví a escuchar.

- ¿Que yo te he convocado?. Pero, ¿eres un jorguín o qué clase de demonio te habita? –le interpelé un poco asustado

- Yo soy tu tótem. Y he venido a ti porque me has llamado. ¿Qué deseas?

Deduje que el opio me estaba haciendo alucinar y, aunque me estaban entrando unas ganas locas de soltar una carcajada en sus fauces, recordé de nuevo al salacenco herido.

- Quizá podrías decirme cómo sigue un hombre al que ayudé hoy en el río.

- He visto que la Muerte está atenta para llevárselo esta misma noche. Su herida se pudre…

- Entiendo; ¿y no se puede hacer nada?

- Su destino puede cambiar si alguien como tú interviene adecuadamente -me contesto con una chispa en sus ojos almendrados.

- ¡Caramba!. Y, ¿qué tengo que hacer?. Porque como tenga que darle por el culo ya se puede encomendar a San Miguel y todos los santos… -solté con una risilla.

- No me parece que esté en condiciones de semejante maniobra –contestó circunspecto-. Sólo puede salvarle la acción combinada del frío más paralizante, la potencia de la vida natural y sus propias fuerzas.

- Vale, ¿y qué diantres significa eso?

No obtuve respuesta. El animal se apoyó sobre sus cuartos traseros y emitió un aullido prolongado. Parece que eso fue la señal de que la conversación había terminado porque, acto seguido, se alejó pausadamente y desapareció entre la fronda obviando mis palabras.

- ¡Coño con el bicho! –salté.

Me quedé inquieto por la suerte del mercenario; cuando ayudas a alguien no puedes evitar sentirte responsable de su bienestar. ¿Y si fuera cierto?. Hace dos meses no le hubiera creído, pero ahora tenía que comprobarlo.

Levantándome, encaucé mis pasos hacia la cueva, en la que ya pensaba como mi hogar. ¿Qué habría querido decir el lobo con ese galimatías de la vida, el frío y no sé qué más?. Supuse que, si la herida estaba gangrenando, la vida podía aportarla una de las plantas medicinales del almacén. El hipérico podría ayudar en este trance.

Me afané en preparar una infusión bien cargada de este vegetal mientras pensaba en el otro ingrediente… el frío. Hacía bastante frío, ya que según mis cálculos, estábamos terminando Noviembre, pero no veía cómo manejar la frescura de la noche para meterla en la herida. Si le sacaba a la intemperie, probablemente me lo cargaría antes de tiempo.

Reparé en que unos días atrás había caído algo de nieve, pero ya no quedaba ni rastro. Pensé en subir a la cumbre de Mortxe buscando neveros o incluso llegarme al Txurregi o más allá hasta encontrar nieve, pero aparte de que eso me llevaría mucho tiempo, ¿cómo transportarla?.

Me di una palmada en la frente. ¡La nevera de Itxeskua!. Quizá Adrián, el nevero, hubiera acumulado algo de hielo para ir preparando la fresquera para futuros aportes.

Contento, introduje la tisana en un odre con suficiente capacidad para el hielo que pensaba robar y, echándome la piel sobre los hombros bajé trotando hacia la cara Oeste del pequeño alcor.

Al llegar, comprobé aliviado que Adrián efectivamente había echado ya la primera capa de hielo y paja en la nevera. Tuve que perder un valioso tiempo hasta encontrar la escala de cuerda que solía utilizar el laborioso encargado para acceder al fondo de la construcción pero al fin pude llenar el pellejo hasta rebosar.

Como había visto a Bernat haciéndose cargo del herido, en primer lugar comprobé su casa. Ciertamente, allí olí al herido. Estaba en el establo, algo oculto detrás de unas leñas, delirando y en un estado desastroso. Exhalaba un aliento fétido y su piel ruborosa parecía a punto de inflamarse por la fiebre.

Dudé si aún sería efectivo el remedio, pero recordé que el lobo también incorporó al cóctel reparador la fortaleza del hombre, así que le embadurné la herida con el sorbete de hipérico y le di de beber las gotas que se desprendían del odre. Con un paño pergeñé una pequeña bolsa y llenándola de hielo, la dispuse sobre su frente pensando que algo le aliviaría. Finalmente, dejando el cuero colgado de un clavo, me fui aceleradamente pues un runrún de faldas me anunciaba que alguien no podía conciliar el sueño en la casa.