jueves, 6 de agosto de 2009

Decimosexta entrega

Esa tarde estuve curioseando con las diferentes sustancias que atesoraba Kaskakromlech en las cavidades de la cueva. El agradable clima presagiaba una noche de estrellas y mi intención era prepararme un bebistrajo adecuado para disfrutarla.

Encontré varias plantas secas que convenían a mis propósitos. Estaban conservadas cuidadosamente, encerradas en pequeñas vasijas selladas con cera. Algunas de ellas tenían puertas de entrada a otras dimensiones y conforme iba sintonizando con ellas descubría asombrosas posibilidades y amenazas.

Cuando encontré la amapola me llené de alegría; dos preciosas cápsulas de lo-belar me miraban desde su cuenco encarnado anunciándome suaves delirios para esta noche. Pero no me pasó inadvertido el acerado peligro que contenían; una elevada cantidad de ese fluido blanco y pegajoso de su interior probablemente me llevaran al otro barrio.

Me apresuré a introducir una cápsula en mi amable zurrón, que ya contenía la cena, y me dirigí a un claro que me gustaba especialmente por su privilegiada posición en el monte.

Con bastante celeridad, prendí una fogata que pronto empezó a bailar alegremente. Dispuse la pata de corzo cerca de la lumbre para que fuera calentándose y me alejé del humo subiéndome a una enorme rama contemplando el ocaso. El pueblo se mostraba tranquilo, lo que me hacía suponer que los últimos acontecimientos sólo habían sido una escaramuza… o que lo peor estaba por llegar.

Recordé al hombre herido; ¿seguiría vivo?. El pensar en los solícitos cuidados que, de ser así, le dispensaría Jimena me provocó una punzada de deseo. Llevaba demasiados días sólo en el monte y mi naturaleza no había variado tanto como para no desear satisfacer mi pulsión sexual, cada vez más considerable. Necesitaba una hembra entre mis brazos.

Y con urgencia.

Después de prestar la merecida atención al suculento jarrete, me dediqué al ababol. Realicé dos incisiones en su corteza y, ya me disponía a darle un lametón, cuando sentí la necesidad de darle más importancia al momento; recordé que Kaskakromlech había dedicado bastante tiempo a alcanzar un estado mental apropiado antes de celebrar aquella soez ceremonia y me dije que yo también debería hacerlo.

Me relajé respirando hondo unas cuantas veces y me puse a rezar... recé lo que recordaba de las oraciones que mi amatxo me decía de niño, antes de acostarme. En ese momento apareció el viejo lobo solitario y se tumbó enfrente de mí. Su preciosa silueta completaba aquel solitario espacio y mirando a las estrellas, sorbí el flujo lechoso.

Al cabo de un rato, empecé a notar sus efectos…