sábado, 27 de diciembre de 2008

Novena entrega

Encontré el cuerpo de Kaskakromlech muy cerca de la cima de Mortxe; le quedaba poco de su majestuosidad innata. Rodeado de depredadores, sus restos se reintegraban al ecosistema metabolizado en el interior de cientos de organismos distintos.

Le rondaba un grupo de cuatro lobos deseosos de saborear las vísceras desparramadas que intentaban infructuosamente mantener a raya a los buitres más hambrientos, mientras el resto de rapaces proyectaban su sombra deslizante sobre la improvisada capilla ardiente.

Me acerqué al lugar, cerciorándome de que los animales ignoraban mi presencia. Un buitre había conseguido, de un certero picotazo, hacer estallar un globo ocular y reiteraba su cata deleitándose con los humores acuosos, muy cerca de los lobos que perseveraban en su tarea desgarrando el vientre de la bestia mientras intercalaban gruñidos de advertencia.

Yo también obtuve mi parte del festín; ayudándome de las tijeras, extraje el hígado de mi torturador y lo devoré a dentelladas allí mismo, entre lobos y buitres, con una mezcla de repugnancia y embeleso.

Pude saciar con holgura el apetito que anunciaba mi estómago, pero no me sirvió para desenredar el nudo de inquina que el hambre de venganza enlazaba con la sensación de poder que me otorgaba mi nueva condición.

De pronto, uno de los lobos arrancó de un mordisco el morral que aún portaba Kaskakromlech y lo desechó a un lado. Al indagar en su interior, encontré el recipiente de cerámica y la lasca de pedernal junto con la pieza metálica, que efectivamente resultó ser media herradura y completaba el mechero.

Estuve disfrutando del espectáculo, hasta que anocheció. La plateada luz de la luna reverberaba en la monstruosa osamenta desparramada por la zona, asemejando un macabro corro de brujas.

Una sensación de vértigo se adueñó de mis pasos mientras volvía pausadamente a la borda. Comprendí que era el único depositario del legado de la bestia y que precisamente eso era lo que perseguía Kaskakromlech con sus acciones. Su suicidio había sido el último y liberador sacrificio de aquel ser que vivía entre nosotros desde tiempos inmemoriales.

Esta nueva percepción me obligó a retornar a la dantesca hondonada de la cumbre y recoger con cuidado los últimos restos descarnados para enterrarlos dignamente; recordé la antiquísima tumba que se encuentra en la ladera de Azanza desde la que se aprecia toda la extensión del valle de Ollo, la cual vinculan nuestros ancianos a un remoto rey ya olvidado y supuse que podría descansar a su vera, sin sospechar que, paradójicamente, su inquilino fue realmente un gran hombre que se distinguió especialmente por su crueldad en la lucha contra los neandertales.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Octava entrega

Los rayos de sol que lograban esquivar las últimas hojas de los robles, perezosas en morir, incidían directamente sobre sus párpados cerrados. Martxel despertó con un fuerte dolor de cabeza y se incorporó entumecido. Se encontraba en el declive de un pequeño ribazo medio cubierto por la hojarasca, tal y como su madre le trajo al mundo.

Rememoró dolorosamente la ceremonia nocturna sujetándose la cabeza con las manos; como fogonazos, le asaltaban vívidamente imágenes, sensaciones y sentimientos que iban incrementando su rabia hacia aquel engendro infrahumano que le había asaltado, secuestrado y sodomizado sin piedad.

Pero estaba vivo… y libre. Físicamente, se sentía bien; constató sorprendido que su cuerpo estaba casi totalmente cubierto de pelo, por lo que no sentía frío y que la mayoría de los cortes y heridas sufridos en su particular odisea habían sanado.

Tenía mucha sed; apartó la amargura a un rincón de su mente y preguntándose inquieto dónde estaría ahora Kaskakromlech, se orientó encaminando sus pasos hacia la vieja borda de su padre. No la habían utilizado desde que muriera, ya que en esos momentos difíciles se vieron obligados a vender el poco ganado que poseían, pero seguía siendo suya.

Notaba sus sentidos agudizados hasta un extremo que nunca hubiera creído posible; los ruidos del bosque, incluso los más nimios, llegaban a sus oídos amplificados de tal manera que incluso le permitían identificar su procedencia. Medio alucinado, detectaba aquí un nido al rebullirse el polluelo, allá un roedor madrugador buscando su desayuno, el desperezar de un arbusto que reaccionaba a los primeros rayos de luz…

Nunca se había sentido tan lleno de energía, tan conectado con su entorno. Percibió, aún antes de verlo, un pequeño reguero de agua, donde pudo saciar su sed y asearse someramente.

Cuando el agua recuperó su reposo, le devolvió una imagen distorsionada de sí mismo; el reflejo era una aberración del Martxel que recordaba. Sus cejas eran algo más prominentes, quizás por estar pobladas de unas cerdas gruesas y largas; anfitrionas también en sus orejas, más parecía que se hubiera puesto protectores para el frío. Preocupado, confirmó su examen anterior, ya que una maraña inexplicable de pelo poblaba casi todo su cuerpo. Se palpó los músculos de los brazos y de las piernas encontrándolos mucho más potentes y torneados.

- ¡Qué me has hecho, condenado!, -tronó. - ¡Qué maldición me has transmitido en tu perversidad!

Empezó a correr; daba saltos inconmensurables que le permitían salvar obstáculos que en otras circunstancias hubieran sido ineludibles. En poco tiempo, alcanzó las proximidades de la borda. La respiración, entrecortada, le agitaba el pecho, hasta que se obligó a calmarse.

Cuando comprobó que no había nadie en las cercanías accedió al interior de la borda, donde encontró un viejo pantalón de trabajo con el que pudo ocultar sus vergüenzas. También localizó, trabadas en la piedra, unas viejas tijeras de esquilar con las que se pudo adecentar ligeramente.

Se sentó en el exterior de la cabaña para decidir cuál sería su próximo movimiento. Quería ver a su madre y a Txeru para demostrarles que seguía vivo y también, se dijo, porque necesitaba su consuelo y aceptación. Resolvió que no volvería a vivir en compañía de otros hombres; lo que le había contagiado Kaskakromlech le impelía a tener un contacto constante con el bosque y sus habitantes y sospechaba que su aspecto repelería a sus semejantes tanto como a él mismo.

Pero antes, debía resolver una cuenta pendiente… tenía que acabar con el monstruo. Pensó en pedir ayuda al Gaztelu o a los aldeanos, pero dudaba que le creyeran y tampoco deseaba ponerles en semejante peligro; sus nuevas aptitudes le capacitaban para intentarlo y además, deseaba hacerlo con toda su alma.

Con las tijeras en su mano derecha, se dijo que comenzaría su búsqueda en la balsa de la Esperanza; así, se enfrentaría con el escenario principal de su desgracia y eso le aportaría más fiereza y energía.

Se fue acercando cuidadosamente, con sus nuevos sentidos totalmente alerta. En una ocasión, le pareció oír unas pisadas amortiguadas pero su olfato le indicó que se trataba de un lobo errante. Cuando lo vio, olisqueando en un claro, pensó que huiría apresurado, pero en vez de eso, sorprendentemente se le acercó sumiso, moviendo perceptiblemente el rabo.

Martxel le puso la mano en la cabeza para acariciarlo; de pronto, recibió como un fogonazo que le obligó a retirarla de inmediato. Como el animal no se había movido, volvió a tocar su cuello y percibió claramente su fuerza, su fiereza, la nobleza y fidelidad que sentía hacia el jefe de la manada e incluso el anhelo que reprimía ante el celo de las hembras de su grupo. Sintió la alegría de la persecución en compañía de la jauría entre la vegetación húmeda por la rosada y la exaltación de la caza… el sabor de la sangre entre sus fauces fuertemente apretadas en la garganta de la víctima, aún latente.

Le miró con un nuevo respeto mientras se alejaba; siempre había perseguido a estas alimañas sin sospechar la nobleza que atesoraban. Se sentó, no pudiendo librarse de la sensación de soledad que arrastraba el lobo; se había alejado del resto de la manada para convertirse en un marginal, ya que sus fuerzas ya no eran las de antaño y el instinto le empujaba a desaparecer.

La furia que llenaba su corazón casi se había desvanecido, desleída por lo entrevisto en el lobo. Pero siguió andando hasta divisar la balsa. Lo primero que detectó fue que las ranas ya no estaban. Quedaba un resto de la fogata y las lianas que le habían impedido resistirse, al lado del boj, pero nada más hacia suponer lo sucedido.

- Te encontraré, bastardo -exclamó Martxel.

Recordando al lobo, se reclinó y poniéndose a cuatro patas, empezó a husmear el pasto. Enseguida, localizó el rastro de Kaskakromlech; se entrelazaban efluvios como de moho y tierra, de cuero y musgo…

sábado, 6 de diciembre de 2008

Séptima Entrega

Moug sentía como si un enorme peso se hubiera diluido en su interior; volvía a ser libre y estaba contento. Pensó que había elegido bien al nuevo Protector; éste le había demostrado que era un valiente y el bosque le enseñaría rápido. Además, al ser un hombre, estaría más cerca de sus semejantes de lo que él había estado nunca.

Entró en la balsa y bebió agua en abundancia para despejar los ensueños que aún le bailaban en la cabeza. Se dejó flotar en la quietud de la noche pensando cómo y cuándo finalizar lo que había empezado y decidió que el próximo amanecer sería el último; en esta ocasión una planta sería su consorte. Apartó cuidadosamente dos o tres ranas que se le habían encaramado y al salir, antes de sacudirse la miríada de pequeños riachuelos que escurrían de su pelo, se detuvo un momento e hizo una reverencia a la garza, la cual desplegó sus alas y remontó el vuelo con elegancia en dirección al río.

No tenía prisa; faltaba un rato para que el sol volviera a dominar el firmamento y quería despedirse de un viejo amigo.

Se acercó caminando a un enorme roble sentándose a su amparo. Sintonizó con él como tantas otras veces y de nuevo sintió cómo aquel coloso le reconciliaba con el mundo dándole una sensación intemporal de calma, sosiego y entendimiento… recordó sonriendo cómo le había visto asomarse intrépidamente aquel atardecer de hace seis siglos, cuando se encontraba espiando a un grupo itinerante de romanos y meditaba sobre el inicio del fin de su dominio en aquella tierra. Entonces, le dio esperanza en un nuevo comienzo y ahora le acompañaba en su agonía. Despidiéndose mentalmente de su amigo se alejó con la frente serena.

Enseguida encontró las asto-lore que estaba buscando y se dirigió a la cumbre de Mortxe; sabía un buen sitio para morir…

Cuando localizó la pequeña hondonada, se volvió por última vez hacia su amada arboleda que, más abajo, parecía despedirle con susurros. Se acomodó en dirección Este; quería notar cómo los primeros rayos del astro solar calentaban su cuerpo antes de que se enfriara para siempre.

Encomendándose a sus ancestros, comió las digitalis hasta terminarlas. La primera claridad se asomaba en la lejanía, cuando Kaskakromlech sumergido en un mundo amarillo que ya no era el suyo, desplomó la cabeza quedando inmóvil.