miércoles, 14 de diciembre de 2011

Decimoctava entrada

   Martxel observaba cómo la oruga subía laboriosamente por la ramita que disponía vertical entre sus dedos, mientras pensaba en las grandes analogías que la especie humana tiene con sus parientes menos sapientes. Sólo un sentimiento llenaba ese cuerpo regordete y flexible que le impelía a atravesar cualquier obstáculo que el semihombre ponía en su discurrir: ¡Comer!.

- Así andan los curas estos días…tan desesperados están buscando presas que van a dejar el monte medio pelado -murmuró el prodigioso ser.

-Quizá debería investigar en qué andan…no me gusta -concluyó mientras se introducía golosamente la larva entre sus fauces y saboreaba sus acres jugos.

   Cabalgó en vertiginoso silencio hasta una estratégica elevación al Norte de Zaia y, tras comprobar que no había nadie por aquellas inmediaciones, subió de un brinco a un robusto roble que dominaba el paisaje. Atisbó entre el follaje aguzando al máximo todos sus sentidos.

-Mmmmh. Tal parece como si estuvieran preparando alguna celebración, aunque estemos fuera de fiestas.

- ¡Carajo!; por allí asoma el abad Ecayus. ¿A dónde irá con tantas precauciones?.

   El fraile caminaba con rapidez girando la cabeza a cada tramo, hasta que llegó a una zona del monasterio poco visitada pues, como pudo comprobar Martxel que le seguía a una prudente distancia, estaba a sotavento de las letrinas y el olor resultaba apestoso incluso en pleno Noviembre.

Esperó hasta que apareció un aldeano guiando a su mulo con un ronzal.

- Aquí estoy -susurró quedamente Ecayus.

- Dígame, pater, cuál es su mandado.

- Sólo quiero que entregues este mensaje a los hombres. Que nadie te vea; atraviesa el río por la Uberka y alcanza Asiain por la ribera Este. Como ya sabes, están apostados un poco más abajo de la borda del berraco.

   Cuando el fraile se giró, abandonando apresurado al trajinero, Martxel se concentró en sus ojos oscuros, percibiendo semejante frialdad que le inquietó sobremanera, pues evidenciaban un atronador ruido de armas en su alma y auguraban un horizonte pleno de aromas de venganza.

martes, 20 de octubre de 2009

Decimoséptima entrada

El jugo de amapola me relajó enormemente; no deseaba mover ni un músculo y la sensación de despreocupación que me embargaba me permitió pasar por alto unas inquietas náuseas con las que parecía querer salir el jarrete por sí solo de su brincador reducto.

El lobo seguía tranquilamente acostado a mi lado y de pronto, girando hacia mí su cabezota, me habló.

- ¿Qué me ordenas, baxajaun?

Como no había movido para nada el hocico, sintiéndome un poco gilipollas, se me ocurrió balbucear

- ¿Hm?... ¿Has dicho algo?.

- ¿Para qué me has convocado? –volví a escuchar.

- ¿Que yo te he convocado?. Pero, ¿eres un jorguín o qué clase de demonio te habita? –le interpelé un poco asustado

- Yo soy tu tótem. Y he venido a ti porque me has llamado. ¿Qué deseas?

Deduje que el opio me estaba haciendo alucinar y, aunque me estaban entrando unas ganas locas de soltar una carcajada en sus fauces, recordé de nuevo al salacenco herido.

- Quizá podrías decirme cómo sigue un hombre al que ayudé hoy en el río.

- He visto que la Muerte está atenta para llevárselo esta misma noche. Su herida se pudre…

- Entiendo; ¿y no se puede hacer nada?

- Su destino puede cambiar si alguien como tú interviene adecuadamente -me contesto con una chispa en sus ojos almendrados.

- ¡Caramba!. Y, ¿qué tengo que hacer?. Porque como tenga que darle por el culo ya se puede encomendar a San Miguel y todos los santos… -solté con una risilla.

- No me parece que esté en condiciones de semejante maniobra –contestó circunspecto-. Sólo puede salvarle la acción combinada del frío más paralizante, la potencia de la vida natural y sus propias fuerzas.

- Vale, ¿y qué diantres significa eso?

No obtuve respuesta. El animal se apoyó sobre sus cuartos traseros y emitió un aullido prolongado. Parece que eso fue la señal de que la conversación había terminado porque, acto seguido, se alejó pausadamente y desapareció entre la fronda obviando mis palabras.

- ¡Coño con el bicho! –salté.

Me quedé inquieto por la suerte del mercenario; cuando ayudas a alguien no puedes evitar sentirte responsable de su bienestar. ¿Y si fuera cierto?. Hace dos meses no le hubiera creído, pero ahora tenía que comprobarlo.

Levantándome, encaucé mis pasos hacia la cueva, en la que ya pensaba como mi hogar. ¿Qué habría querido decir el lobo con ese galimatías de la vida, el frío y no sé qué más?. Supuse que, si la herida estaba gangrenando, la vida podía aportarla una de las plantas medicinales del almacén. El hipérico podría ayudar en este trance.

Me afané en preparar una infusión bien cargada de este vegetal mientras pensaba en el otro ingrediente… el frío. Hacía bastante frío, ya que según mis cálculos, estábamos terminando Noviembre, pero no veía cómo manejar la frescura de la noche para meterla en la herida. Si le sacaba a la intemperie, probablemente me lo cargaría antes de tiempo.

Reparé en que unos días atrás había caído algo de nieve, pero ya no quedaba ni rastro. Pensé en subir a la cumbre de Mortxe buscando neveros o incluso llegarme al Txurregi o más allá hasta encontrar nieve, pero aparte de que eso me llevaría mucho tiempo, ¿cómo transportarla?.

Me di una palmada en la frente. ¡La nevera de Itxeskua!. Quizá Adrián, el nevero, hubiera acumulado algo de hielo para ir preparando la fresquera para futuros aportes.

Contento, introduje la tisana en un odre con suficiente capacidad para el hielo que pensaba robar y, echándome la piel sobre los hombros bajé trotando hacia la cara Oeste del pequeño alcor.

Al llegar, comprobé aliviado que Adrián efectivamente había echado ya la primera capa de hielo y paja en la nevera. Tuve que perder un valioso tiempo hasta encontrar la escala de cuerda que solía utilizar el laborioso encargado para acceder al fondo de la construcción pero al fin pude llenar el pellejo hasta rebosar.

Como había visto a Bernat haciéndose cargo del herido, en primer lugar comprobé su casa. Ciertamente, allí olí al herido. Estaba en el establo, algo oculto detrás de unas leñas, delirando y en un estado desastroso. Exhalaba un aliento fétido y su piel ruborosa parecía a punto de inflamarse por la fiebre.

Dudé si aún sería efectivo el remedio, pero recordé que el lobo también incorporó al cóctel reparador la fortaleza del hombre, así que le embadurné la herida con el sorbete de hipérico y le di de beber las gotas que se desprendían del odre. Con un paño pergeñé una pequeña bolsa y llenándola de hielo, la dispuse sobre su frente pensando que algo le aliviaría. Finalmente, dejando el cuero colgado de un clavo, me fui aceleradamente pues un runrún de faldas me anunciaba que alguien no podía conciliar el sueño en la casa.

jueves, 6 de agosto de 2009

Decimosexta entrega

Esa tarde estuve curioseando con las diferentes sustancias que atesoraba Kaskakromlech en las cavidades de la cueva. El agradable clima presagiaba una noche de estrellas y mi intención era prepararme un bebistrajo adecuado para disfrutarla.

Encontré varias plantas secas que convenían a mis propósitos. Estaban conservadas cuidadosamente, encerradas en pequeñas vasijas selladas con cera. Algunas de ellas tenían puertas de entrada a otras dimensiones y conforme iba sintonizando con ellas descubría asombrosas posibilidades y amenazas.

Cuando encontré la amapola me llené de alegría; dos preciosas cápsulas de lo-belar me miraban desde su cuenco encarnado anunciándome suaves delirios para esta noche. Pero no me pasó inadvertido el acerado peligro que contenían; una elevada cantidad de ese fluido blanco y pegajoso de su interior probablemente me llevaran al otro barrio.

Me apresuré a introducir una cápsula en mi amable zurrón, que ya contenía la cena, y me dirigí a un claro que me gustaba especialmente por su privilegiada posición en el monte.

Con bastante celeridad, prendí una fogata que pronto empezó a bailar alegremente. Dispuse la pata de corzo cerca de la lumbre para que fuera calentándose y me alejé del humo subiéndome a una enorme rama contemplando el ocaso. El pueblo se mostraba tranquilo, lo que me hacía suponer que los últimos acontecimientos sólo habían sido una escaramuza… o que lo peor estaba por llegar.

Recordé al hombre herido; ¿seguiría vivo?. El pensar en los solícitos cuidados que, de ser así, le dispensaría Jimena me provocó una punzada de deseo. Llevaba demasiados días sólo en el monte y mi naturaleza no había variado tanto como para no desear satisfacer mi pulsión sexual, cada vez más considerable. Necesitaba una hembra entre mis brazos.

Y con urgencia.

Después de prestar la merecida atención al suculento jarrete, me dediqué al ababol. Realicé dos incisiones en su corteza y, ya me disponía a darle un lametón, cuando sentí la necesidad de darle más importancia al momento; recordé que Kaskakromlech había dedicado bastante tiempo a alcanzar un estado mental apropiado antes de celebrar aquella soez ceremonia y me dije que yo también debería hacerlo.

Me relajé respirando hondo unas cuantas veces y me puse a rezar... recé lo que recordaba de las oraciones que mi amatxo me decía de niño, antes de acostarme. En ese momento apareció el viejo lobo solitario y se tumbó enfrente de mí. Su preciosa silueta completaba aquel solitario espacio y mirando a las estrellas, sorbí el flujo lechoso.

Al cabo de un rato, empecé a notar sus efectos…

miércoles, 1 de julio de 2009

Decimoquinta entrega

Asomé la jeta entre los limos de la orilla, curioso por conocer el desenlace de este nuevo episodio. Pude advertir que el repiqueteo entreoído momentos antes era debido a la apresurada marcha de Bernat, el padre de Jimena, que probablemente andaba buscando a la muchacha.

Comprobé cómo este buen hombre, tras hacerse cargo de la situación, ayudaba al mercenario sujetándolo precariamente a una parihuela que construyó presuroso y remontando con él la cuesta de Iturrotz.

Yo ya tenía bastante por hoy. Me levanté chorreando cieno por las guedejas que, por cierto, debería volver a adecentar, y salí corriendo en dirección al molino buscando la uberka. De un salto imponente traspasé la muralla vegetal de la orilla del río yendo a parar al pozo que hay tras la presa.

La mansa profundidad me permitió refugiarme en otra dimensión tan liviana que me relajé inmediatamente. Fui buceando disfrutando aquí de la compañía de un bando de anguilas, de una lucha intestina entre cangrejos por allá,…

Cuando volví a emerger tuve buen cuidado en hacerlo cerca de la orilla al amparo de un enorme saúco. No había nadie por los alrededores, así que remonté rápidamente el barranco de Eskipudi y me adentré en la espesura.

Ya en mi refugio, decidí que esa noche intentaría desentrañar alguno de los misterios arcanos del universo ayudado por las setillas que tan rudamente me mostró Kaskakromlech. ¡Qué demonios!. Los seres mitológicos también merecemos un relajo de vez en cuando…

miércoles, 6 de mayo de 2009

Decimocuarta entrega

Había olvidado completamente la tensión existente entre los aldeanos de Egillor y los monjes de Zeia Zaharra. El acaparamiento de las tierras cultivables por parte del monasterio obligaba a los vecinos a trabajar para ellos durante todo el año sin poder salir de la miseria que provocaba esa misma falta de propiedades.

Aunque nunca hubiera pensado que este círculo cerrado se quebrara tan pronto, era evidente que el destacamento que pude ver desde mi atalaya anunciaba un enfrentamiento a muerte entre ambos bandos.

Mi simpatía hacia los habitantes de la aldea se fundaba en la injusta situación que soportaban, aunque el conocer a los monjes me sirviera para entender que a los culpables de semejante extorsión había que buscarlos en la cúpula eclesial y en la inercia demostrada por el rey en este asunto.

Bajé por la regata de Aingeruiturri acercándome con cuidado por la escarpada ladera bajo Zeia y alcancé a ver cómo un arquero estratégicamente situado acababa con un gran número de atacantes. Me recordó a Uztai, pero no podía ser porque mi habitual pareja de mus hacía tiempo que se había ido del pueblo.

Cuando cesó la masacre, mientras los vencedores esquilmaban las escasas pertenencias de sus víctimas para tirar los cadáveres al río, me acerqué aún más, por ver si alcanzaba a oír alguna conversación que me informara sobre lo sucedido. Casi me sorprende la pelirroja Jimena, una moza del pueblo, que salía de una pequeña chabola de pescadores, a la vera del camino.

Cuando ya estaba pensando en volver a la cueva, detecté a un desconocido que, con sumo cuidado, avanzaba entre los chopos en dirección a la cabaña de la que había salido la hija de Bernat. Pensé que algún asunto de amoríos se traerían entre ellos, pero al ver cómo sacaba un puñal de su faltriquera, sospechando que nada bueno podía venir de aquello, decidí acercarme.

Lo que vi me encendió la sangre; nunca he soportado la cobardía y aquel sujeto estaba ejecutando a sangre fría a un hombre indefenso tumbado en un rincón. Valiéndome de un canto rodado le reventé la sien.

Me acerqué al infortunado pensando que ya estaría muerto, pero sorprendentemente aún respiraba, aunque con mucha dificultad, mientras me miraba con ojos desorbitados. Sin embargo, el estado en que se encontraba anunciaba sin lugar a dudas que el desenlace no tardaría en acaecer.

Le examiné el pecho y pude ver que había recibido una puñalada cerca del corazón que por muy poco no atinó con su objetivo. Su muerte estaba muy próxima, ya que boqueaba casi sin fuerza y enseguida perdió el sentido.

No sabía qué hacer; había llegado demasiado tarde y el asesino había sabido hacer bien su postrer trabajo. Sólo se me ocurrió posar mi mano en su pecho e intentar acompañarle en sus últimos latidos de existencia. Entonces, sentí que el corazón estaba aprisionado y era incapaz de latir; pensé que quizás se había llenado de sangre la bolsa que rodea al corazón y la presión le impedía funcionar con normalidad.

Ese hombre aún tenía una posibilidad; usando el cuchillo como estilete, intenté una punción cerca del esternón avanzando lentamente hasta que un pequeño géiser encarnado surgió del orificio.

Las paredes de la humilde chabola empavesadas en grana fueron testigos de que el maltratado corazón del herido pudo volver a bombear la escasa sangre que aún fluía por su interior. Ahora había que esforzarse por mantener dentro del cuerpo ese preciado líquido.

Saliendo de la cabaña recogí una brazada de hojas de bardana que crecían en abundancia por allí y encontré unas cuantas plantas de aliaria que me servirían como cicatrizante, una vez machacadas. Se las apliqué ayudándome de un pañuelo femenino que era lo único limpio en aquel cuchitril; supuse que sería de Jimena y que aquel infortunado era el motivo que le había impulsado a acudir allí.

Después de hacer todo lo posible para cortar las hemorragias, volví a posar mi mano en su pecho y comprobé que el ritmo del corazón era regular y, aunque su respiración era bastante dificultosa, al menos había cesado el silbido angustioso que profería antes.

Se me presentó un dilema; no podía dejarlo allí, pues otro malhechor podría repetir el ataque, pero por otra parte, no aguantaría un traslado en esas condiciones tan precarias. Antes de encontrar ninguna solución convincente, percibí, aún lejanos, unos pasos apresurados por la vereda.

Lo mejor sería esconderme y esperar; no convenía que me vieran. De manera que me sumergí en el río mimetizándome con unos juncos frondosos que prosperaban cerca de la orilla, indiferentes a las acciones humanas.

jueves, 26 de marzo de 2009

Decimotercera Entrega

En esos días tuve que asimilar muchos cambios.

Pero creo que el que me causó mayor impacto fue mi nueva capacidad para conectar con el resto de seres vivos. Me dio la posibilidad de comprender la grandiosidad de la Naturaleza, desde varias perspectivas simultáneas y diferentes.

Después de almorzar convenientemente, continué aprovechando el día primaveral de Marzo. Seguí recostado sobre la ollaga en la que me había acomodado, empezando ya a adormilarme, cuando reparé en un insecto volador de unos dos centímetros, totalmente negro, excepto por los alucinantes colores de sus alas, más propias de una mosca gigante que de otra cosa.

Se le veía disfrutar también a él; aterrizaba sobre una virginal flor y, sujetándose con gran elegancia, penetraba en sus cálidos jugos, desflorándola, valga la expresión. A continuación, sobrevolaba la zona y localizaba rápidamente su siguiente presa.

Sintonicé sus sensaciones y percibí el ansia inagotable que le embargaba cuando agotaba cada ejemplar, la impaciente alegría con que sobrevolaba los dientes de león y disfruté con él cuando localizó una preciosa mata de prímulas y se lanzó en picado a por ellas. Cuando aterrizó, alborozado, noté un delicado sabor a Primavera y manto vegetal. Pero lo curioso es que le llegaba el olor, no sólo a través de su trompa, sino también por las patas y el borde de las alas.

Después, pensé en las flores… los vegetales tienen otra forma de vivir. No experimentan sensaciones como los animales, simplemente reaccionan ante el ambiente exterior y se sienten mejor o peor según se encuentren esas condiciones.

Aquellas flores estaban en la gloria; mantenían aún entre sus raíces las lluvias de la última semana y se abrían al sol de Marzo disfrutando de cada brisa. No entendían la intrusión del insecto como una molestia, ya que ambas especies estaban perfectamente adaptadas para convivir.

Acabé durmiéndome con el sentir de aquellas delicadas maravillas en mi conciencia.

Cuando desperté, me encaramé a un árbol, como había tomado por costumbre, y vi, a la altura del molino, a un grupo de unos 20 hombres, pertrechados con todo su equipo, que avanzaban tomando toda clase de precauciones para pasar inadvertidos.

Enseguida capté al que iba de avanzadilla comprobando que el camino de Iturrotx estaba libre de sorpresas, pero me llamó la atención una cierta desorganización en el avance del grueso del grupo. Más parecía un grupo de cazadores que un destacamento militar, convenientemente entrenado.

- Me parece que tendré que estar más atento a las cosas del valle. ¿Qué demonios está pasando allá abajo?

sábado, 28 de febrero de 2009

Duodécima entrega

Esa noche la pasé recogido y seco en aquella gruta ignota del vientre del valle. Incluso hice un reconfortante fuego que dejaba escapar sus chispas como pequeñas luciérnagas hacia la noche estrellada que se adivinaba al otro lado de la chimenea natural. Y que me permitió regalarme una deliciosa cena de pajarillos braseados.

La mañana me reservaba una agradable sorpresa; desandando el camino, vislumbré gracias a la juguetona luz de mi antorcha, en una cornisa elevada, una losa de similares características a las de mi puerta secreta. Estudiando la zona, observé que unos ligeros huecos en la roca permitían ascender a la frustrada atalaya, estando éstos muy desgastados por el uso.

Efectivamente; encontré otra dependencia excavada por KaskaKromlech, pero mucho mejor que la anterior. Comprobé admirado cómo la pared Este formaba parte de las peñas de la sierra de Sarbil, pero por la parte de dentro, de forma que unos pequeños huecos dejaban entrar aire y luz a la estancia creando un ambiente muy agradable.

Descubrí en un lateral un hogar aún con ceniza y restos de huesos; pero lo más sorprendente era que sobre él había una especie de cúpula totalmente horadada, por donde el humo encontraba su salida diluyéndose perfectamente en las innumerables grietas de la montaña.

Diversos utensilios se encontraban perfectamente ordenados aquí y allá; me llamó la atención sobremanera un precioso bifaz que dominaba el lugar desde una hornacina elevada excavada en la roca viva, enmarcada con una moldura primorosamente tallada en madera de roble.

Multitud de plantas en diferentes estadios de conservación se encontraban en distintas repisas por toda la estancia; aún pude reconocer gordolobo, espondilio, milenrrama y menta, pero muchas otras me eran desconocidas.

Me senté, mirando en derredor, no pudiendo creer que todo aquello fuera obra de ese ser anacrónico, salvaje, despiadado y vil que yo había conocido. Pero la prueba estaba allí, delante de mis narices. No podía dejar de admirarme por la labor paciente y sistemática de Kaskakromlech que, durante cientos de años, había construido en soledad aquel santuario de la prehistoria del hombre que le permitía mimetizarse con la montaña y permanecer en la sombra protegiendo siempre a sus moradores.

Tuve que admitir que, por mi parte, no había empezado bien. Obnubilado por los drásticos cambios que había sufrido, sólo había pensado en mi desgracia sin tener en cuenta mi nuevo cometido. Me arrepentí por primera vez de mi estallido de rabia con fray Gervasio; al fin y al cabo, sólo era un pobre hombre que abusaba del nimio poder que le daba su situación en el monasterio. De hecho, yo había caído en el mismo pecado.

En aquella gruta hice una solemne promesa; a partir de ahora meditaría mucho mejor mis actos para no transformarme en un déspota de medio pelo e intentaría hacer lo posible para proseguir la labor callada y oculta de mi predecesor.