miércoles, 6 de mayo de 2009

Decimocuarta entrega

Había olvidado completamente la tensión existente entre los aldeanos de Egillor y los monjes de Zeia Zaharra. El acaparamiento de las tierras cultivables por parte del monasterio obligaba a los vecinos a trabajar para ellos durante todo el año sin poder salir de la miseria que provocaba esa misma falta de propiedades.

Aunque nunca hubiera pensado que este círculo cerrado se quebrara tan pronto, era evidente que el destacamento que pude ver desde mi atalaya anunciaba un enfrentamiento a muerte entre ambos bandos.

Mi simpatía hacia los habitantes de la aldea se fundaba en la injusta situación que soportaban, aunque el conocer a los monjes me sirviera para entender que a los culpables de semejante extorsión había que buscarlos en la cúpula eclesial y en la inercia demostrada por el rey en este asunto.

Bajé por la regata de Aingeruiturri acercándome con cuidado por la escarpada ladera bajo Zeia y alcancé a ver cómo un arquero estratégicamente situado acababa con un gran número de atacantes. Me recordó a Uztai, pero no podía ser porque mi habitual pareja de mus hacía tiempo que se había ido del pueblo.

Cuando cesó la masacre, mientras los vencedores esquilmaban las escasas pertenencias de sus víctimas para tirar los cadáveres al río, me acerqué aún más, por ver si alcanzaba a oír alguna conversación que me informara sobre lo sucedido. Casi me sorprende la pelirroja Jimena, una moza del pueblo, que salía de una pequeña chabola de pescadores, a la vera del camino.

Cuando ya estaba pensando en volver a la cueva, detecté a un desconocido que, con sumo cuidado, avanzaba entre los chopos en dirección a la cabaña de la que había salido la hija de Bernat. Pensé que algún asunto de amoríos se traerían entre ellos, pero al ver cómo sacaba un puñal de su faltriquera, sospechando que nada bueno podía venir de aquello, decidí acercarme.

Lo que vi me encendió la sangre; nunca he soportado la cobardía y aquel sujeto estaba ejecutando a sangre fría a un hombre indefenso tumbado en un rincón. Valiéndome de un canto rodado le reventé la sien.

Me acerqué al infortunado pensando que ya estaría muerto, pero sorprendentemente aún respiraba, aunque con mucha dificultad, mientras me miraba con ojos desorbitados. Sin embargo, el estado en que se encontraba anunciaba sin lugar a dudas que el desenlace no tardaría en acaecer.

Le examiné el pecho y pude ver que había recibido una puñalada cerca del corazón que por muy poco no atinó con su objetivo. Su muerte estaba muy próxima, ya que boqueaba casi sin fuerza y enseguida perdió el sentido.

No sabía qué hacer; había llegado demasiado tarde y el asesino había sabido hacer bien su postrer trabajo. Sólo se me ocurrió posar mi mano en su pecho e intentar acompañarle en sus últimos latidos de existencia. Entonces, sentí que el corazón estaba aprisionado y era incapaz de latir; pensé que quizás se había llenado de sangre la bolsa que rodea al corazón y la presión le impedía funcionar con normalidad.

Ese hombre aún tenía una posibilidad; usando el cuchillo como estilete, intenté una punción cerca del esternón avanzando lentamente hasta que un pequeño géiser encarnado surgió del orificio.

Las paredes de la humilde chabola empavesadas en grana fueron testigos de que el maltratado corazón del herido pudo volver a bombear la escasa sangre que aún fluía por su interior. Ahora había que esforzarse por mantener dentro del cuerpo ese preciado líquido.

Saliendo de la cabaña recogí una brazada de hojas de bardana que crecían en abundancia por allí y encontré unas cuantas plantas de aliaria que me servirían como cicatrizante, una vez machacadas. Se las apliqué ayudándome de un pañuelo femenino que era lo único limpio en aquel cuchitril; supuse que sería de Jimena y que aquel infortunado era el motivo que le había impulsado a acudir allí.

Después de hacer todo lo posible para cortar las hemorragias, volví a posar mi mano en su pecho y comprobé que el ritmo del corazón era regular y, aunque su respiración era bastante dificultosa, al menos había cesado el silbido angustioso que profería antes.

Se me presentó un dilema; no podía dejarlo allí, pues otro malhechor podría repetir el ataque, pero por otra parte, no aguantaría un traslado en esas condiciones tan precarias. Antes de encontrar ninguna solución convincente, percibí, aún lejanos, unos pasos apresurados por la vereda.

Lo mejor sería esconderme y esperar; no convenía que me vieran. De manera que me sumergí en el río mimetizándome con unos juncos frondosos que prosperaban cerca de la orilla, indiferentes a las acciones humanas.

2 comentarios:

Unknown dijo...

y eso es recoger el guante... si señor!

que bonito queda!

Iniesta dijo...

y esos juncos?? tan indiferentes ellos?