miércoles, 28 de enero de 2009

Undécima entrega

Esa noche no dormí demasiado. Las goteras eran tan abundantes en la borda que me costó trabajo habilitar un rincón confortable donde acostarme. Además, no estaba seguro de que mi homicidio hubiera pasado inadvertido del todo; aunque sucedió en un rincón bastante discreto del monasterio, a esa hora aún había gente despierta y quizás alguien, ayudado por la luminosidad indiscreta de un relámpago, bien podía haberme visto.

Pese a la duermevela, por la mañana me encontraba en plenas facultades.

Mi primera intención fue reparar la cubierta de la cabaña, pero necesitaba cambiar dos o tres travesaños y no disponía de material apropiado, ya que aunque derribara unos robles, la madera tardaría en secarse.

Fue cuando pensé dónde podría esconderme si venían a buscarme, cuando di con la solución. Recordé la tenebrosa gruta en que había permanecido las primeras horas de mi secuestro y, reprimiendo un breve escalofrío, decidí ir a explorarla. Sería un buen refugio.

Preparé tres rudimentarias antorchas con ramas secas de pino que aún conservaban bastante resina, recogí el pedernal y la sotana de fray Gervasio para ocultarla en la pequeña caverna y me encaminé a la sima de Mortxe.

Con cautela me interné en la oquedad; enseguida tuve que hacer uso de la primera antorcha ya que, a los pocos metros, la oscuridad era casi palpable.

Encontré algunos recodos que habían ensanchado rudimentaria pero eficazmente e imaginé sobrecogido el esfuerzo de Kaskakromlech en aquella oscuridad durante años hasta adecuar la gruta a sus necesidades.

Me encontraba encendiendo la última tea con el pábilo de la anterior, dudando entre volver o intentar antes localizar mi encierro, cuando noté en el vello del brazo una débil pero constante corriente de aire.

Continué resuelto mi reconocimiento y rápidamente la luz solar fue ganando el pulso a las tinieblas al acercarme a una extensa abertura. Asomándome cautelosamente, reconocí el lugar; había llegado a la salida del pixontzi de Anotz.

Algo no encajaba; en algún lugar había pasado por alto la entrada de mi celda...

Hice nuevas antorchas, aunque esta vez tuve la precaución de recoger algunas más. Respiré hondo y volví a internarme de nuevo. Fui tanteando las paredes y examinando cada hueco, hasta que descubrí una losa de tamaño mediano que ocultaba una oquedad considerable.

Sacrificando dos buenas teas, comprobé encantado la querencia de la llama hacia la prometedora profundidad que se adivinaba. Valoré el peso de la roca comprobando que su equilibrio y su forma circular compensaba la dificultad de moverla y entré por segunda vez en aquel lugar que había resultado ser una frontera entre una realidad ordinaria y otra que prometía ser mucho más excitante y solitaria. Debería acostumbrarme, aunque sospechaba que iba a tener tiempo suficiente para ello.

martes, 6 de enero de 2009

Décima entrega

Ya atardecía cuando alcancé las inmediaciones de Zeia. Me detuve un momento, disfrutando de los postreros rayos que escapaban al ocaso tiñendo la amplia extensión de Iruñerria que alcanzaba la vista.

Aún no sabía qué iba a decirle a mi amatxo. Los intensos cambios que había experimentado me facilitaban sobremanera la supervivencia en el bosque, pero no me ayudaban en absoluto en las relaciones interpersonales, por lo que había decidido que viviría en la borda, lo más aislado posible de mis congéneres. Concluí, apenado, que básicamente debía despedirme de mi querida madre; los frailes le permitirían mantenerse con su pequeño jornal mientras pudiera seguir colaborando en las tareas domésticas de la comunidad.

Si no fuera por fray Gervasio, el libidinoso administrador de las fincas del monasterio, el cual, acostumbrado a utilizar su poder para satisfacer sus bajos instintos no dejaba de acosar a mi madre, su vejez podría transcurrir confortablemente.

Me acerqué evitando la calle central, habitualmente más concurrida y me colé en el que hasta entonces había sido mi hogar por una ventana lateral dando un susto de muerte a madre, que estaba rulando la masa del pan. Enseguida me reconoció y, abalanzándose sobre mí, me abrazó entre una nube de harina que se posó sobre ambos como en un sueño.

- Martxel, ¡estás vivo! -sollozó. -¿Dónde has estado todo este tiempo?, ¿qué te ha pasado?

- No me preguntes, amatxo. No me gustaría tener que mentirte.

- Pero…, pobre hijo mío; veo sufrimiento en tu mirada y, ¿qué es esto? -añadió, acariciándole la gruesa barba.

Por toda respuesta, volví a acunarle entre mis brazos.

- No puedo quedarme aquí, ama. Pero no iré demasiado lejos; viviré en la vieja borda, al menos, por ahora. -añadí, posando dos dedos sobre sus labios para acallar la protesta que empezaba a surgir.

Acercándome a la repisa de la chimenea, cogí la pipa y la petaca, pensando qué podría llevarme que fuera prescindible en la casa.

- Voy a recoger algo de ropa… y también necesitaré el hacha y la azuela -farfullé.

En poco tiempo, preparé un atadijo y me lo eché a la espalda. Cuando volví a la estancia principal, mi madre estaba llorando frente al fuego. Alcancé la puerta y, sin mirarla, le dije:

- Agur amatxo; maiteko zaitut beti -y pasé decidido bajo el dintel.

Era ya la anochecida y no se veía a nadie, pero alcancé a oír el rumor de una sotana acercándose por el sendero, cerca del viejo roble.

- Hombre, ya has vuelto. Como sospechaba, al verte sin dinero, has abandonado a las fulanas para cobijarte en las faldas de tu madre.

Se trataba, cómo no, de fray Gervasio. No se le escapó a Martxel el tufo a vino que despedía su aliento.

- Debo advertirte que no pienso volver a arrendarte la pieza del ovejero. Ya estoy hasta los corvejones de vuestro estúpido orgullo y del poco agradecimiento que me demostráis tu madre y tú…

No le dejé terminar. Le sujeté con fuerza la cabeza de tal manera que me dio la impresión de que podría reventarla como una nuez y enfocando todo mi odio acumulado acerqué mi cara a la suya y le dije:

- Soy Martxel Otxoa, euskaro y hombre libre.

Y con un sencillo gesto, le rompí el cuello.

Se desplomó, reflejando en su rostro una expresión de horror absoluto. Se extendió un olor nauseabundo debido a que sus esfínteres se habían relajado dejando escapar la representación escatológica de su negra conciencia.

Pensé que, además de facilitar con este acto el futuro de mi madre, podría servirme también a mí. Le desnudé, soportando a duras penas la inmundicia, para quedarme con su hábito; quizás en un futuro podría convertirme en un respetable y próspero fraile.

Me alejé por la vereda, sintiendo en mi piel las primeras gotas traídas por el viento y escuchando, como una sentencia lejana, los truenos que anunciaban mi nueva condición de asesino.